Tal como yo lo veo, las vanguardias aparecieron cuando se hubo consumado la profesionalización de los artistas, y se hizo necesario empezar de nuevo. Cuando el arte ya estaba inventado y sólo quedaba seguir haciendo obras, el mito de la vanguardia vino a reponer la posibilidad de hacer el camino desde el origen. Si el proceso real había llevado dos mil o tres mil años, el que propuso la vanguardia no pudo funcionar sino como un simulacro o pantomima, y de ahí el aire lúdico, o en todo caso “poco serio” que han tenido las vanguardias, su inestabilidad carnavalesca. Pero la Historia abomina de las situaciones estables, y la vanguardia fue la respuesta de una práctica social, el arte, para recrear una dinámica evolutiva.
En efecto, y restringiéndonos al arte de la novela, una vez que ya existe la novela “profesional”, en una perfección que no puede ser superada dentro de sus premisas, la novela de Balzac, de Dickens, de Tolstoi, de Manzoni, la situación corre peligro de congelarse. Alguien dirá que si todo el peligro es que los novelistas sigan escribiendo como Balzac, estamos dispuestos a correrlo, y con gusto, pero sucede que es optimista hablar de un mero “peligro”, pues de hecho la situación se congeló, y miles de novelistas han seguido escribiendo la novela balzaciana durante el siglo XX: es el torrente inacabable de novelas pasatistas, de entretenimiento o ideológicas, la commercial fiction. Para ir un solo paso más allá, como hizo Proust, se necesita un esfuerzo descomunal y el sacrificio de toda una vida. Actúa la ley de los rendimientos decrecientes, por la que el innovador cubre casi todo el campo en el gesto inicial, y les deja a sus sucesores un espacio cada vez más reducido y en el que es más difícil avanzar.
Una vez constituido el novelista profesional, las alternativas son dos, igualmente melancólicas: seguir escribiendo las viejas novelas, en escenarios actualizados; o intentar heroicamente avanzar un paso o dos más. Esta última posibilidad se revela un callejón sin salida, en pocos años: mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo para vivir, Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos, Proust una sola. Y fue un trabajo que invadió la vida, la absorbió, como un hiperprofesionalismo inhumano. Es que ser profesional de la literatura fue un estado momentáneo y precario, que sólo pudo funcionar en determinado momento histórico; yo diría que sólo pudo funcionar como promesa, en el proceso de constituirse; cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa.
Por suerte existe una tercera alternativa: la vanguardia, que, tal como yo la veo, es un intento de recuperar el gesto del aficionado en un nivel más alto de síntesis histórica. Es decir, hacer pie en un campo ya autónomo y validado socialmente, e inventar en él nuevas prácticas que devuelvan al arte la facilidad de factura que tuvo en sus orígenes.
La profesionalización implica una especialización. Por eso las vanguardias vuelven una y otra vez, en distintas modulaciones, a la famosa frase de Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno.” Me parece que es erróneo interpretar esta frase en un sentido puramente cuantitativo democrático, o de buenas intenciones utópicas. Quizá sea al revés: cuando la poesía sea algo que puedan hacer todos, entonces el poeta podrá ser un hombre como todos, quedará liberado de toda esa miseria psicológica que hemos llamado talento, estilo, misión, trabajo, y demás torturas. Ya no necesitará ser un maldito, ni sufrir, ni esclavizarse a una labor que la sociedad aprecia cada vez menos. La profesionalización puso en peligro la historicidad del arte; en todo caso recluyó lo histórico al contenido, dejando la forma congelada. Es decir, que rompió la dialéctica forma-contenido que hace a lo artístico del arte.
Más que eso, la profesionalización restringió la práctica del arte a un minúsculo sector social de especialistas y se perdió la riqueza de experiencias de todo el resto de la sociedad. Los artistas se vieron obligados a “dar voz a los que no tienen voz”, como lo habían hecho los fabulistas, que hacían hablar a burros, loros, labriegos, moscas, sillas, reyes, nubes. La prosopopeya invadió el arte del siglo XX.
La herramienta de las vanguardias, siempre según esta visión personal mía, es el procedimiento. Para una visión negativa, el procedimiento es un simulacro tramposo del proceso por el que una cultura establece el modus operandi del artista; para los vanguardistas, es el único modo que queda de reconstruir la radicalidad constitutiva del arte. En realidad, el juicio no importa. La vanguardia, por su naturaleza misma, incorpora el escarnio, y lo vuelve un dato más de su trabajo.
En este sentido, entendidas como creadoras de procedimientos, las vanguardias siguen vigentes, y han poblado el siglo de mapas del tesoro que esperan ser explotados. Constructivismo, escritura automática, ready-made, dodecafonismo, cut-up, azar, indeterminación. Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiera bastantes ya!
Una obra siempre tendrá el valor de un ejemplo, y un ejemplo vale por otro, variando apenas en su poder persuasivo: pero, de todos modos, ya estamos convencidos.
La cuestión es decidir si una obra de arte es un caso particular de algo general que sería ese arte, o ese género. Si decimos “He leído muchas novelas, por ejemplo, el Quijote”, sospechamos que no le estamos haciendo justicia a esa obra. La sacamos de la Historia para ponerla en la estantería de un museo, o de un supermercado. El Quijote no es una novela entre otras sino el fenómeno único e irrepetible, es decir histórico, del que deriva la definición de la palabra “novela”. En el arte los ejemplos no son ejemplos porque son invenciones particularísimas a las que no rige ninguna generalidad.
Cuando una civilización envejece, la alternativa es seguir haciendo obras, o volver a inventar el arte. Pero la medida del envejecimiento de una civilización la da la cantidad de invenciones ya hechas y explotadas. Entonces esta segunda alternativa se va haciendo más y más difícil, más costosa y menos gratificante. Salvo que se tome el atajo, que siempre parecerá un poco irresponsable o bárbaro, de recurrir al procedimiento. Y eso es lo que hicieron las vanguardias.
Si el arte se había vuelto una mera producción de obras a cargo de quienes sabían y podían producirlas, las vanguardias intervinieron para reactivar el proceso desde sus raíces, y el modo de hacerlo fue reponer el proceso allí donde se había entronizado al resultado. Esta intención en sí misma arrastra los otros puntos: que pueda ser hecho por todos, que se libere de las restricciones psicológicas, y, para decirlo todo, que la “obra” sea el procedimiento para hacer obras, sin la obra. O con la obra como un apéndice documental que sirva sólo para deducir el proceso del que salió.
Quiero ilustrar lo anterior con un artista favorito, un músico norteamericano, John Cage, cuya obra es una mina inagotable de procedimientos. Y no dejo de hablar de literatura porque Cage sea un músico. Al contrario. Que “la poesía sea hecha por todos, no por uno”, significa también que ese “uno”, cuando se ponga en acción, hará todas las artes, no una. El procedimiento establece una comunicación entre las artes, y yo diría que es la huella de un sistema edénico de las artes, en el que todas formaban una sola, y el artista era el hombre sin cualidades profesionales especiales. Por lo mismo, hablar de John Cage en este punto no es traer un ejemplo. No es un ejemplo sino la cosa en sí de la que estoy hablando.
Su historia es conocida: un joven que quería ser artista, que no tenía condiciones para ser músico, y que por lo tanto llegó a ser músico…. Hay un defecto en la causalidad, por el que se cuela lo vanguardista. Antaño las vidas de los músicos eran al revés, con la de Mozart como canon: la predisposición era tan importante, la causa tan determinante, que el relato debía retroceder siempre más en la biografía, hasta la primera infancia, hasta la cuna, y antes aún, hasta los padres o abuelos, para poder ponerle un comienzo. En Cage la causa flota, incierta, y en los hechos va avanzando hacia la vejez. Se la podría poner con justicia en sus últimos años de vida, en las hermosas piezas tituladas con números que compuso entre 1987 y su muerte en 1992. El beneficio de esta postergación de la causa fue que se le hizo necesario inventarla cada vez: él nunca tuvo un motivo previo y definitivo para ser músico; si lo hubiera tenido, no habría podido sino dedicarse a fabricar obras. Tal como fueron las cosas, debió hacer algo distinto. Puede aclarar esa diferencia el examen sucinto de una de sus invenciones, la Music of Changes de 1951.
Music of Changes es una pieza para piano solo, y el método de creación usó los hexagramas del I Ching o Libro de las mutaciones. Fue creada mediante el azar. No puede decirse que haya sido “compuesta”, porque este verbo significa una disposición deliberada de sus distintos elementos. Aquí la composición ha sido objeto de una metódica anulación.
Cage usó tres tablas cuadriculadas, de ocho casillas por lado, es decir sesenta y cuatro por tabla, que es la cantidad de hexagramas del I Ching. La primera tabla contenía los sonidos; cada casilla tenía un “evento sonoro”, es decir, una o varias notas; sólo las casillas impares los tenían; las pares estaban vacías e indicaban silencios. La segunda tabla, también de sesenta y cuatro casillas, era para las duraciones, que no están usadas dentro de un marco métrico. Aquí las sesenta y cuatro casillas están ocupadas, porque la duración rige tanto para el sonido como para el silencio. La tercera tabla, de la que sólo se usa una casilla de cada cuatro, es para la dinámica, que va de pianísimo a fortísimo, usados solos o en combinación, es decir, de una notación a otra.
Tirando seis veces dos monedas se determinaba un hexagrama del I Ching. El número de ese hexagrama remitía a una casilla en la tabla de sonidos. Otras seis tiradas, otro hexagrama, determinaban la duración que se aplicaba al sonido elegido antes, y la tercera serie de tiradas determinaba la dinámica. (Había además una cuarta tabla, de densidades: también por azar se determinaba cuántas capas de sonido tenía cada momento; estas capas podían ir de una a ocho.) La extensión de sus cuatro partes, la estructura de éstas y la duración total también salieron del azar.
El trabajo metódico y puramente automático de ir determinando una nota tras otra hace la pieza del principio al fin. ¿A qué suena esta pieza? De las premisas de la construcción se desprende que va a sonar a cualquier cosa. No va a haber ni melodías ni ritmos ni progresión ni tonalidad ni nada. Salvo las que salgan del azar; o sea que, si el azar lo quiere, va a haber todo eso.
Es curioso, pero si bien se diría que, dado el procedimiento, la pieza debería sonar por completo intemporal, impersonal e inubicable, suena intensamente a 1951, a obra de un discípulo norteamericano de Schöenberg, y es muy característica de John Cage. ¿Cómo puede ser? Lo único que hizo Cage, en 1951, fue decidir el procedimiento; no bien empezó la escritura cesaron la fecha y la personalidad, y la civilización que las envolvía. Si la fecha, la personalidad y la civilización siguen presentes en el producto terminado, quiere decir que hemos estado equivocados al asignar su presencia a procesos psicológicos en el acto de la composición.
Supongamos que los Nocturnos de Chopin hubieran sido escritos con el mismo procedimiento. No necesariamente con el I Ching, pero sí con tablas de elementos, y una elección entre ellos según el azar. No es tan descabellado, porque esas tablas siempre han existido, siquiera en estado virtual; y la actualización de sus elementos siempre se hizo más o menos al azar, salvo que este azar podía llamarse inspiración, o capricho, o incluso necesidad. Para mantener la tonalidad, o la métrica, no había más que preparar tablas ad hoc. Por supuesto, el romanticismo no podía renunciar a las prerrogativas del yo sin corromper su fábula. El constructivismo contra el que reaccionaba tendía a la impersonalidad, y no puede extrañar que haya experimentado con el azar. En la época inmediatamente posterior a Bach se compuso ocasionalmente usando el azar, con dados; lo hicieron Mozart, Haydn, Carl Phillip Emmanuel Bach, entre otros. El ingreso de la personalidad del artista, de su sensibilidad y las complicaciones políticas del yo, se inicia con el romanticismo y tarda un siglo en agotarse. El gran mecánico Schöemberg le da una vuelta de tuerca a la profesionalización del músico, preparando la entrada de un nuevo tipo de artista: el músico que no es músico, el pintor que no es pintor, el escritor que no es escritor. Ya en 1913 Marcel Duchamp había hecho un experimento en el mismo sentido, de determinar las notas por azar, pero sin ejecutarlo; consideraba la realización “muy inútil”. En efecto, ¿para qué hacer la obra, una vez que ya se sabe cómo hacerla? La obra sólo serviría para alimentar el consumo, o para colmar una satisfacción narcisista.
Cage justifica el uso del azar diciendo que “así es posible una composición musical cuya continuidad está libre del gusto y la memoria individuales, y también de la bibliografía y las ‘tradiciones’ del arte”. Lo que llama “bibliografía” y “tradiciones del arte” no es sino el modo canónico de hacer arte, que se actualiza con lo que llama “el gusto y la memoria individuales”. El vanguardista crea un procedimiento propio, un canon propio, un modo individual de recomenzar desde cero el trabajo del arte. Lo hace porque en su época, que es la nuestra, los procedimientos tradicionales se presentaron concluidos, ya hechos, y el trabajo del artista se desplazó de la creación de arte a la producción de obras, perdiendo algo que era esencial. Y esto no es ninguna novedad. San Agustín dijo que sólo Dios conoce el mundo, porque él lo hizo. Nosotros no, porque no lo hicimos. El arte entonces sería el intento de llegar al conocimiento a través de la construcción del objeto a conocer; ese objeto no es otro que el mundo. El mundo entendido como un lenguaje. No se trata entonces de conocer sino de actuar. Y creo que lo más sano de las vanguardias, de las que Cage es epítome, es devolver al primer plano la acción, no importa si parece frenética, lúdica, sin dirección, desinteresada de los resultados. Tiene que desinteresarse de los resultados, para seguir siendo acción.
El procedimiento de las tablas de elementos, que usa Cage, podría servir para cualquier arte. En la pintura, habría que hacer tablas de formas básicas, de colores, de tamaños, y usar algún método de azar para ir eligiendo cuáles actualizar en el cuadro. La arquitectura también podría practicarse así. El teatro. La cerámica. Cualquier arte. La literatura también, por supuesto.
Al compartir todas las artes el procedimiento, se comunican entre ellas: se comunican por su origen o su generación. Y, al remontarse a las raíces, el juego empieza de nuevo.
El procedimiento en general, sea cual sea, consiste en remontarse a las raíces. De ahí que el arte que no usa un procedimiento, hoy día, no es arte de verdad. Porque lo que distingue al arte auténtico del mero uso de un lenguaje es esa radicalidad.
César Aira
1998
Sobre César Aira:
Nació en Coronel Pringles (Buenos Aires, Argentina) en 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires. Es traductor, novelista, dramaturgo y ensayista.
Este ensayo fue publicado en el Boletín N° 8 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (Universidad Nacional de Rosario, Rosario, octubre de 2000, pp. 165-170).
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