En muchas oportunidades me ha ocurrido que alguien me pregunta: “¿Ese poema que escribiste, es cierto, sucedió así?”. Yo no puedo dejar de tomar la pregunta, aunque sea momentáneamente, como un pequeño halago, porque al fin y al cabo, lo que viene a hacer la pregunta es dejarme claro que el poema funciona. Algunas veces respondo que sí, más que nada para ahorrarme la explicación, pero la mayoría de las veces no digo nada, me escudo en el silencio y dejo que cada uno entienda lo que quiera. Sin embargo, cualquiera sea mi reacción ante la pregunta, si callo o si explico, al rato comienzo a sentirme un poco como un impostor, porque en verdad no sucede ni lo uno ni lo otro, no creo que haya un poema que sea totalmente verdad, ni tampoco, por supuesto, todo mentira. Yo al menos trabajo mis poemas con unas cuantas dosis de una cosa y la otra.
En un sitio web sobre cine –ahora no recuerdo cuál– leí alguna vez la siguiente frase:
Al envolverla en el caramelo de la mentira, podemos tragarnos una píldora de verdad. Pero cuando la pastilla se nos entrega sin el jarabe de la ficción, puede resultar intragable.
Y esa es una fórmula que puede aplicarse perfectamente tanto al cine como a la literatura. Por ello me enfoco bastante en la verosimilitud de mis versos y no me fijo tanto en si son totalmente verdaderos o si tienen algo de ficción. Está claro que es algo que, por supuesto, yo no inventé, sino que lo aprendí de los grandes escritores que me enseñaron sus trucos a través de la lectura no sólo de sus poemas, sino también de sus conferencias y ensayos.
Por caso puedo citar la siguientes frases:
Y al menos en la poesía deberías sentirte libre para mentir. Es decir, no para mentir, pero sí para imaginar lo que quieras, para seguir la dirección del poema.
Mark Strand.
Aunque la verdad es lo contrario de la mentira, la ficción no es lo contrario de la verdad.
Juan José Saer.
Pero ninguna de esas frases inaguran algo nuevo. Sino que vienen a reforzar lo que se había dicho mucho tiempo antes en un libro del siglo XVII titulado [highlight color=”yellow”]“Arte poética fácil”[/highlight], en el que [highlight color=”yellow”]Juan Francisco Masdeu[/highlight], su autor, prometía enseñar a escribir poesía en muy poco tiempo a cualquiera –y cito–: “con tal que tengan mediano talento, y sepan leer y escribir”. Y su método era tan bueno, que hasta se jactaba de poder enseñarles a escribir poesía también a las mujeres. Pero no en el sentido de que éstas fueran más “duras” que los hombres para aprender, sino que hay que tener en cuenta que en aquélla época, las mujeres comunes no iban a la escuela.
Dispensemos por un momento al amigo Juan Francisco por su pensamiento arcaico y vayamos al capítulo primero de su libro, donde, a través de los diálogos entre dos personajes inventados: Metrófilo y Sofronia, comienza así a explicarnos de qué se trata escribir poesía y, sobre todo, de qué se trata eso de los versos o poemas verosímiles:
Diálogo Primero
Naturaleza y utilidad de la poesía
por: Juan Francisco Masdeu.
Metrófilo. Me has dicho varias veces Sofronia, que quisieras aprender la poesía; mas que siendo mujer, y no habiendo estudiado la gramática, ni la retórica, te dicen todos ser imposible.
Sofronia. No se contentan con decirme esto: se me ponen a reír, y me tratan como necia.
Metrófilo. No eres tú la necia: lo son los que te hablan así. Es una especie de vanidad muy común entre los hombres, la de tenerse a sí mismos en mucho concepto, porque fueron a las aulas, cuando eran niños. ¿Mas qué saben después de todo esto? Un poco de latín, si es que lo saben; pues hay muchos que se precian de ser doctores y no llegan en latinidad a varias Monjas de Coro.
Sofronia. ¿Pues qué? sin saber latín se puede aprender la poesía?
Metrófilo. ¿Quién lo duda? No solo la poesía, sino también la lógica, la física, la metafísica y cualquiera otra cosa; siendo indubitable que las reglas de una ciencia o de un arte tanto pueden comunicarse a los estudiosos en castellano o francés, como en lengua griega o latina.
Sofronia. ¡Oh cuánto me creyera dichosa, si pudiese escribir en poesía sin haber ido a las aulas! Quisiera desde luego mortificar la jactancia de los hombres con una docena de sátiras en verso. ¡Oh cómo me echara a reír, cuando viniesen a decirme, que no sé latín!
Metrófilo. Si tu deseo no es otro, sino el de ponerte a la par con cualquiera de esos hombres, que se llaman Poetas; te doy palabra, que lo podrás conseguir en menos de un año. Tendremos los dos algunas conferencias: tú estudiarás un mes sobre cada una de ellas, poniendo en práctica con la pluma, bajo mi dirección o la de otro, todas las cosas que te iré insinuando: y después verás a muchos Poetas delante de ti con el sombrero en la mano.
Sofronia. Dame desde luego, Metrófilo, la primera lección; que yo te prometo, que me aplicaré al estudio con la mayor diligencia y conato.
Metrófilo. Empecemos pues por lo primero. Poeta es palabra griega, que significa Hechor o Criador; y Poesía del mismo modo quiere decir Hechura o Criatura.
Sofronia. ¡Mucha soberbia a la verdad es la de los Señores Poetas! Siendo ellos fabulosos, o escritores de fábulas, según he oído varias veces; no sé, como tienen valor para intitularse Criadores.
Metrófilo. Por lo mismo, porque son fabulosas y fantásticas las invenciones del Poeta, por esto puntualmente se le da el título de Criador. Las cosas que él inventa, no existen en el mundo: se las forma él en su cabeza, y se las cría por sí mismo a su placer: y por lo mismo se le llama criador de semejantes cosas que son verdaderamente criaturas suyas, e hijas de su imaginación.
Sofronia. El Poeta en substancia, según esto, es un criador de mentiras. No me parece oficio muy honrado.
Metrófilo. Escúchame, Sofronia, y te desengañarás. El Poeta, cuando habla, no ha de atender ni a lo verdadero, ni a lo falso, sino solo al verisímil.
Sofronia. ¡Extraño milagro por cierto! ¿Cómo se ha de decir una cosa, que ni sea falsa, ni verdadera? Todo lo que dice nuestra boca, ha de ser necesariamente o verdad o mentira. De aquí no se escapa.
Metrófilo. Veo, que eres ingeniosa, y me alegro mucho, porque siempre el mejor Poeta es el que tiene más ingenio. Óyeme pues con cuidado. Yo no digo, que el Poeta deba decir cosas, que ni sean verdaderas, ni falsas, porque esto es imposible. Digo solamente, que ha de decir las verisímiles: y como el verisímil a veces es verdadero, y a veces falso; debe decir sin escrúpulo y sin dificultad alguna, tanto el verisímil falso, como el verisímil verdadero, con tal que sea verisímil.
Sofronia. ¿Mas qué quiere decir este verisímil?
Metrófilo. La misma palabra te lo enseña. Un verisímil es una cosa simil al vero, o semejante a la verdad; una cosa, que por ventura no habrá sido, ni sucedido jamás, pero que podría suceder, y podría ser.
Y para los que estén interesados en tener el libro [highlight color=”yellow”]”Arte poética fácil” de Francisco Masdeu[/highlight], aquí les dejo unos links de Google de donde pueden bajarlo a su computadora en formato .pdf y en .epub:
Arte poética fácil – Francisco Masdeu.pdf
Arte poética fácil – Francisco Masdeu.epub
A parte de referencias a la verdad y la mentira en los poemas que se hacen en libros antiguos como el del ejemplo anterior, también podemos encontrar otros ejemplos más actuales, como el siguiente texto de [highlight color=”yellow”]Luis Bagué Quílez[/highlight] (Poeta y Ensayista español) que también se refiere a ello de la siguiente manera:
Por qué empecé a mentir
(Notas sobre poética)
por: Luis Bagué Quílez
Redactar poéticas tiene una indiscutible ventaja sobre otros ejercicios literarios de cariz semejante, ya que al poeta se le disculpa habitualmente la falta de congruencia entre sus designios teóricos y la plasmación de sus versos. No es tan fácil que un ideario doctrinal más o menos difuso encuentre su correspondencia en unas cuantas estrofas. A menudo los poemas siguen unos vericuetos que se alejan con mucho de la senda que les habíamos preestablecido; no diré que los versos «cobran vida», porque por suerte nunca he visto a ningún endecasílabo en la cola del cine ni me he topado en el ascensor con un alejandrino, ese ritmo que viste de chaqué y habla de cisnes. Tampoco creo que proceder a la inversa sea una buen solución: sujetar la fluencia del discurso a un paradigma crítico es tan laborioso y finalmente vacuo como encorsetar a una de esas opulentas damas dieciochescas que aparecen en los grabados de época.
Hay una insatisfacción inherente al juego de hacer versos: Lope quería ser Góngora, y Gil de Biedma, Auden. A Fernando Pessoa le bastaba con ser alguien distinto a Fernando Pessoa, y Jorge Luis Borges se hubiera conformado con nacer en el imperio británico. Harold Bloom le llama a este proceso, de modo algo grandilocuente, «la angustia de las influencias», que sería una especie de struggle for life darwiniana a la medida de literatos compulsivos. Para quienes estamos más cerca de la sombra de Ed Wood que de la luminosidad de Orson Welles, para quienes entendemos más a Salieri que a Mozart, «la angustia de las influencias» supone un gran consuelo, pues nos permite demorarnos en nuestras imperfecciones con cierta impunidad y falta de escrúpulos.
La poesía que me interesa suele contar algo. Se me podría reprochar que en el fondo todos los poemas esconden alguna anécdota, al igual que las manzanas de los dibujos animados albergan siempre a algún gusano perplejo y cejijunto. Tal vez sea así. Como lector he disfrutado por igual con los poetas que les escribían versos a sus novias delante de un gin tonic, con aquellos otros que se extasiaban ante el débil espejeo de las aguas de un río y con quienes agregaban la cultura de los museos a la enciclopedia de la vida. Sin embargo, me parece que la poesía no puede limitarse al anecdotario sentimental, si bien, como en esas relaciones de amor-odio que cantan los tangos, tampoco puede prescindir por completo de la experiencia de sus autores. Que esa experiencia haya de ser cierta o no es ya harina de otro costal. En lo que a mí respecta, puedo afirmar sin rubor que mis primeras composiciones fueron estrictamente falsas: el personaje que habitaba en mis versos adolescentes era a veces un Bogart miope y un punto sensiblero; otras veces un Bond de incógnito al servicio de su majestad la literatura, e incluso en ocasiones se me coló por los resquicios de algún verso cojo un Darth Vader replicante que había leído demasiado a Cortázar y sabía que al final todos nos acabamos persiguiendo a nosotros mismos.
Me gusta pensar que con el tiempo he perfeccionado mis mentiras, aunque ya no aspiro a doctorarme en ventriloquia. Ahora sé que la vida es el punto de partida, pero que los versos están en otro sitio: quizá en las pantallas de un cine, en las sinuosas calles de esta ciudad o en el celuloide rancio de la memoria, una fotografía que tiene los bordes perennemente amarillos, como el pulso de los convalecientes. Por eso no le temo a la elegía, pero sí al confesionalismo. Por eso nunca he escrito versos llorando, sino, imagino, con una cautelosa sonrisa entre nostálgica y resignada.
Y con la siguiente poesía de [highlight color=”yellow”]Nicanor Parra[/highlight] me despido de ustedes hasta mi próximo artículo:
Advertencia al lector
Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:
«¡Las risas de este libro son falsas!», argumentarán mis detractores
«Sus lágrimas, ¡artificiales!»
«En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza»
«Se patalea como un niño de pecho»
«El autor se da a entender a estornudos»
Conforme: os invito a quemar vuestras naves,
Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.
«¿A qué molestar al público entonces?», se preguntarán los amigos
lectores:
«Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,
¡Qué podrá esperarse de ellos!».
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanaglorio de mis limitaciones
Pongo por las nubes mis creaciones.
Los pájaros de Aristófanes
Enterraban en sus propias cabezas
Los cadáveres de sus padres.
(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)
A mi modo de ver
Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia
¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!
Nicanor Parra
Sobre los autores:
Luis Bagué Quílez: es un poeta, ensayista y crítico español en lengua castellana nacido en Palafrugell (Gerona) en 1978. Es doctor en Filología Hispánica. Ha publicado los siguientes libros de poemas: Telón de sombras (Madrid, Hiperión, 2002), El rencor de la luz (Talavera de la Reina, col. “Melibea”, 2006), Un jardín olvidado (Madrid, Hiperión, 2007), Página en construcción (Madrid, Visor, 2011) y Paseo de la identidad (Madrid, Visor, 2014). En colaboración con Joaquín Juan Penalva, ha escrito el libro de poemas cinéfilos Babilonia, mon amour (Murcia, Universidad de Murcia, 2005) y la plaquette Día del espectador (Logroño, Ediciones del 4 de Agosto, 2009). También es autor de los ensayos La poesía de Víctor Botas (Gijón, Llibros del Pexe, 2004) y Poesía en pie de paz. Modos del compromiso hacia el tercer milenio (Valencia, Pre-Textos, 2006). Codirige la revista de poesía Ex Libris.
Juan Francisco Masdeu: Nació en Palermo en 1744 en el seno de una familia catalana que estaba al servicio de Carlos III cuando era rey de las Dos Sicilias, y murió en 1815, reinando Fernando VII. Sus obras son: Historia crítica de España y de su cultura (1783-1805), que comprende hasta el siglo XI (20 volúmenes), Arte poética fácil (1801), Arte poética italiana (1803).
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